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Gracias al enlace publicado en una conocida red social por el abogado zaragozano Pedro Corvinos, especialista en Derecho energético, pudimos conocer el seminario que, bajo los auspicios del Club Español de la Energía, se organizó hace unos días para discutir de “Energías renovables, Estado de Derecho y buena regulación“.

Las dos horas que duró el encuentro constituyen una estupenda oportunidad para apreciar cómo dos de las disciplinas jurídicas que son del mayor interés del autor de este blog, a saber el Derecho de las inversiones internacionales y el Derecho de los sectores regulados, están en ocasiones entrelazadas y generan debates que, como es el caso del relativo a los cambios regulatorios en la normativa de las energías renovables, sirven para arrojar luz sobre algunos de sus más importantes debates actuales.

En efecto, a lo largo del seminario se desgranan y analizan algunas de las cuestiones más candentes de las diversas reformas de la regulación del sector eléctrico que se han sucedido en España estos últimos años, comentando, entre otros, la sentencia 270/2015 del Tribunal Constitucional de 17 de diciembre que desestimó el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Gobierno de Murcia contra el decreto 9/2013 o, más en relación con el título de esta entrada, el laudo del pasado 21 de enero de 2016 que rechaza igualmente una reclamación de un inversor internacional fundada, por su parte, en el Tratado sobre la Carta de la energía y relativa en este caso a modificaciones normativas del 2010.

Imagen extraída de El Periódico de la Energía

Lo cierto es que la reforma de la discordia que intervino en 2013 introdujo, en efecto, modificaciones de gran calado en los mecanismos de remuneración de las energías provenientes de fuentes renovables, con la consecuencia de generar un inmediato debate sobre la licitud de dichas medidas tanto a la luz de los principios de seguridad jurídica y de irretroactividad de disposiciones desfavorables consagrados por el artículo 9.3 de la Constitución española, como en relación con las obligaciones contraídas por España en los tratados internacionales relativos a inversiones de los que es parte.

A pesar de encontrarse en un terreno especialmente lábil como es el de la interpretación de artículos con un grado relativamente alto de indeterminación contenidos en una Constitución o en convenciones internacionales, los intervinientes ofrecieron perspectivas complementarias que lidiaban con aspectos muy precisos del debate.

Cabe destacar la exposición particularmente sólida de Mariano Bacigalupo, en que detalla su visión crítica de la sentencia del TC. El alto tribunal se desestimó el recurso de inconstitucionalidad a pesar de la ausencia de toda medida que, en palabras del propio Bacigalupo, “atenuase o atemperase” el rigor de ese cambio regulatorio al tiempo “sistémico” o global y revestido de retroactividad impropia. El profesor de la UNED señaló la circunstancia de que el fallo del laudo de enero de 2016, que se refería a las medidas de 2010, no tiene por qué repetirse en los pronunciamientos arbitrales que aún deben hacerse públicos y que abordan, en algunos casos, la reforma mucho más profunda de 2013.

Manuel García Cobaleda, por su parte, disertó sobre los aciertos y errores ocurridos en el proceso de gestación legislativa de las diversas reformas energéticas de los últimos año. También se pronunció sobre el laudo, pero orillando las cuestiones de derecho sustantivo para centrarse en el funcionamiento de los arbitrajes internacionales, subrayando el éxito que dicho laudo supone para la administración española en un universo relativamente hermético como es el del arbitraje de inversiones, pero vaticinando asimismo, en la línea del profesor Bacigalupo, que el elevado número de causas aún pendientes acarreará necesariamente pronunciamientos de signo más desfavorable para el Estado español.

Respecto a las cuestiones de jurisdicción planteadas ante y resueltas por el colegio arbitral, García Cobaleda expresó sus dudas respecto a uno de los requisitos que exigió el tribunal/colegio arbitral para

El encuentro fue organizado por el Club Español de la Energía.

hacer desplegar sus efectos a la cláusula electa via: a saber, la mala fe o el abuso en la estructura jurídica del grupo empresarial, si el cual no cabría entender que el demandante ha acudido a más de una vía de resolución de la controversia, que es precisamente lo que pretende proscribir dicha cláusula. Finalizó con una pertinente alusión a la desproporción existente, en dicho laudo como en otros, entre la extensión total de la decisión y el escaso esfuerzo argumentativo consagrado a los aspectos materiales del caso cuya dilucidación más interesa.

Christian Pielow, profesor alemán especialista en Derecho energético, fue el último del elenco de intervinientes, y dedicó su turno a presentar sucintamente el funcionamiento del régimen alemán de fomento de las energías renovables, así como las modificaciones regulatorias a través de las cuales el país germano ha tratado de salir al paso de los problemas surgidos desde la puesta en marcha del sistema en 1990.

Engarzando con el tema central del seminario, Pielow abundó sobre el concepto de riesgo regulatorio en Derecho alemán, en relación con el abandono progresivo de la energía nuclear decretado por Alemania hace algunos años, e incidió sobre el paralelismo existente entre los argumentos jurídicos esgrimidos en ese marco y los invocados en la discusión sobre el cambio normativo de las energías renovables producido en España. En ese contexto, salió nuevamente a colación el Derecho de las inversiones, en la medida en que el litigio que enfrenta la empresa sueca Vattenfall con Alemania a propósito de las implicaciones jurídicas de dicho cambio de rumbo normativo ha constituido, y lo seguirá haciendo, uno de los puntos calientes de la actualidad relativa a dicha disciplina.

En muy estrecha relación con los temas tratados, recientemente se ha anunciado la desestimación por el Tribunal Constitucional de otro recurso de inconstitucionalidad sobre la reforma del 2013. El alto tribunal parece así mantener la senda iniciada con la sentencia del pasado diciembre.

El vídeo que recoge el seminario, en el que además de los citados participaron también Fernando Calancha, Iñigo del Guayo y Arcadio Gutiérrez, está disponible aquí.

En este septiembre de 2015 en que la ola independentista catalana parece estar, a expensas de lo que suceda el próximo día 27, dibujando crestas especialmente pronunciadas, apenas se encuentra ya en el debate público referencia alguna a aquello que, antes de la primera Diada soberanista de 2012 se vino en llamar pacto fiscal.

En todo caso, aquella proposición del Gobierno catalán que probablemente no llegó a cuajar por falta de convencimiento de las partes (Gobierno central y Generalidad de Cataluña) que hipotéticamente podrían haberla concretado, afirmaba inspirarse en el sistema vasco-navarro del concierto o convenio económico, régimen tributario derogatorio del común que tiene su engarce constitucional en la disposición adicional primera de la Constitución española de 1978.

Sin necesidad de remontarse a las potencialmente infinitas disquisiciones sobre sus pretendidas esencias histórico-culturales y limitándose a una perspectiva estrictamente jurídica, la particularidad de esta institución se cifra, principalmente, en el otorgamiento de un amplio margen de autonomía (generalmente desconocido en el derecho comparado) en la gestión fiscal a las instituciones (esencialmente, las Diputaciones forales de las cuatro provincias vasco-navarras) encargadas de la misma. Adviértase que dicho sistema especial es recogido por la Constitución, abstracción hecha de circunstancias históricas, exclusivamente para dos regiones que, según la mayoría de parámetros convencionales (producto interior bruto per cápita, etcétera), se encuentran casi siempre entre las 3 o 4 más ricas de España.

Pero, ¿hasta que punto es determinante el concierto (o el convenio) económico para el nivel económico del que gozan la Comunidad Autónoma Vasca o la Foral de Navarra? ¿Existe verdaderamente una relación de causa a efecto entre un mayor margen de autonomía fiscal y unas mayores cotas de bienestar económico? Y, quizás de manera más relevante, en la hipótesis de asumir un efecto benéfico del concierto, ¿es éste potencialmente general o exige que la región que lo disfruta sea previamente más rica o más desarrollada que las de su entorno? ¿A quién perjudica este sistema especial que en principio redunda en beneficio de las regiones en que se aplica? 

No se trata de interrogantes sencillos, y es seguro que el tema, por su interés y su potencial polémico, volverá a aflorar por el blog. Mientras tanto, dejamos aquí, como aperitivo, un gráfico según el cual, en 2012, la Comunidad Autónomas Vasca y la Foral de Navarra eran respectivamente la primera y la tercera comunidad autónoma en términos de producto interior bruto per cápita, así como una noticia de 2011 con las celebérrimas balanzas fiscales interpretadas según la metodología del Gobierno central. Obsérvese que estas dos regiones, primera y tercera en ese podio de la riqueza, no sólo no aportan mucho a la solidaridad interterritorial sino que incluso tienen un saldo positivo en el reparto; es decir, reciben más de lo que aportan.

  1. Poder constituyente y mitos jurídicos.

El poder constituyente es una figura jurídica que genera fascinación en juristas y no juristas. Si habitualmente el Derecho constituye un universo de límites que muchas veces tienen por objetivo cohonestar el ámbito de proyección de varios poderes, o de un poder y de un ámbito de inmunidad en continuo proceso de pugna y redefinición, el poder constituyente representa por el contrario, según su consideración habitual, un poder (casi) absoluto, omnímodo, ilimitado. Bajo esta formulación común, el poder constituyente ocupa, dotado de su virtualidad transformadora y de su correlato oscuro de amenazante libertad, una posición fundamental en la teoría constitucional sobre la que se construyen los modernos Estados democráticos de Derecho.

Es bien sabido, sin embargo, que las disciplinas jurídicas sufren en ocasiones de una marcada tendencia a incurrir en mitificaciones y dogma(tismo)s doctrinales que poco tienen que envidiar a los de las religiones. De entre estos últimos no es el menor el que alza a la Ley al altar de norma jurídica por antonomasia, en tanto que producto directo de la voluntad popular, obviando las profundísimas revisiones de que dicho instrumento normativo ha sido objeto desde su primigenia formulación teórica en los albores de la Revolución francesa. Quizás no es aventurado señalar que el del poder constituyente es, junto con la de la Ley, otra figura jurídica que tiende a mostrarse envuelta en una aureola casi mítica que puede favorecer una devoción acrítica de los postulados originales de los que el concepto bebe, y obstruir, por tanto, una revisión actualizadora y realista del mismo.

  1. Validez y aplicabilidad. El ordenamiento como compuesto de varios sistemas normativos.

Pues bien, el libro de Juan Luis Requejo Pagés que ahora comentamos (“Las normas preconstitucionales y el mito del poder constituyente”) se propone precisamente acometer dicha revisión, y lo hace avanzando desde su propio título una valiente voluntad de atacar el mito en que, según él, habría degenerado el poder constituyente. La tesis del autor parte de una aguda distinción conceptual entre la validez y la aplicabilidad de las normas que recuerda poderosamente a la operada en Constitución, la obra de Muñoz Machado de cuya recensión nos ocupamos hace ya más de un año, y que titulamos significativamente De la validez a la aplicación

Esta distinción conduce a una conceptuación del ordenamiento jurídico como conjunto de sistemas normativos de diverso origen (el organizado por el último constituyente, los previos a la actuación de éste, los de origen internacional, el Derecho nobiliario, etcétera), cuya concreta articulación en términos de prioridad aplicativa constituye el cometido fundamental de la Constitución, sin perjuicio de que ésta pueda arbitrar, por añadidura, un sistema normativo propio a través de la fijación de reglas que disciplinen el proceso de producción de normas, y por tanto condicionen su validez. Dicho en otros términos, la Constitución tiene por función esencial acoger y ordenar los diversos sistemas normativos de distinto origen y establecer cómo y en qué orden se aplicará cada uno de ellos; por añadidura, puede organizar un sistema normativo propio, típicamente el que se sustancia en las normas internas nacionales como leyes y reglamentos.

No pretendemos, como es obvio, agotar aquí todas las consideraciones (algunas, por descontado, ciertamente discutibles) que, a partir de ese primer esquema, se van desgranando en el libro (sin ir más lejos, las críticas a la actual regulación constitucional de la reforma o la consideración que deba recibir el Derecho nobiliario en un sistema democrático) pero, antes de referirnos a una cuestión que estudiaremos más detenidamente, interesa en todo caso destacar que el libro de Requejo Pagés, que discurre a caballo entre el Derecho constitucional y la teoría del Derecho, consigue con éxito limar determinados excesos conceptuales y discursivos en que se suele incurrir, por mor de subrayar la importancia que en nuestro sistema jurídico ocupa el principio democrático, a la hora de definir el alcance pretendidamente ilimitado del poder constituyente. Y lo hace, y no es poco el mérito que cabe atribuirle por ello, consiguiendo que las (en ocasiones) turbulentas aguas iusteóricas no enfanguen un lenguaje que permanece siempre perfectamente inteligible.

 

  1. Los límites de un (¿inminente?) proceso constituyente.

En cualquier caso, parece que el de los límites del poder constituyente (constituido) será un tema ampliamente debatido en el otoño caliente político que se avecina. En efecto, como quiera que algunos actores políticos parecen decididos a embarcarse en la empresa de la reforma constitucional (el PSOE lleva reclamándola al menos desde 2012; Ciudadanos también la considera necesaria; Izquierda Unida la propone a menudo en su discurso, sobre todo para revertir la modificación del artículo 135 e instaurar un régimen republicano; en el caso de Podemos, la reivindicación de un proceso constituyente ocupa un lugar medular en su discurso; incluso el PP parece no ser ya tan reacio a la idea), no es improbable que el poder constituyente vaya a despertarse del largo letargo en el que lleva sumido (con escasas y en ocasiones controvertidas excepciones que se reducen a dos) desde el año 1978.

Ahora bien, el poder constituyente constituido o poder de reforma que emerja de ese eventual proceso estará sujeto a diversos límites, para cuya identificación el libro que comentamos es especialmente ilustrativo. Por de pronto, y como es obvio recordar a título liminar, el poder de reforma deberá discurrir por el procedimiento del artículo 167 de la Constitución si pretende acometer una reforma ordinaria, y por el agravado del artículo 168 si se trata de una reforma total o que afecte al Título preliminar, al Capítulo segundo, Sección primera del Título I, o al Título II.

Pero es en los límites propiamente dichos, y particularmente en aquéllos de origen externo, en los que se concretarán la mayoría de territorios vedados (al menos jurídicamente vedados, como se precisará más adelante) al poder de reforma. La obra que comentamos, en su esfuerzo constante por hacer descender al poder constituyente de las alturas de la teoría política al mucho más terrenal ámbito del Derecho positivo, insiste especialmente en la eventualidad de que, con anterioridad a la entrada en acción de un determinado poder constituyente, se haya acometido de la mano de uno anterior una incorporación de sistemas normativos externos que, por mandato de aquél constituyente anterior en el tiempo, sean de aplicabilidad preferente a las normas internas. En ese caso, el cumplimiento de ese Derecho internacional (lato sensu) conllevará necesariamente que las materias ya disciplinadas por él no puedan ser reguladas por la nueva Constitución más que, a lo sumo, supletoriamente. Dicho en otros términos, el fiat transformador del poder constituyente, sea éste originario o constituido, no podrá hacer abstracción de los compromisos internacionales por los que, a través de la incorporación de sistemas normativos externos, el Estado se haya obligado en virtud de los mandatos de un constituyente anterior. Expuesto aún más crudamente, el poder constituyente dispondrá de un alcance todo lo ilimitado que se quiera, mas únicamente limitado a aquellas materias cuya regulación (preferente) no haya sido transferida a un sistema externo.

El pensador y político revolucionario Emmanuel-Joseph Sieyès, en su obra “Del tercer estado”, sentó las bases teóricas del poder constituyente que han calado en el imaginario jurídico de occidente

Pues bien, como el lector habrá podido percatarse ya, es muy pequeño el salto necesario para pasar de dicha construcción teórica a la actual situación constitucional española. En efecto, el ordenamiento jurídico español cuenta ya con sistemas normativos externos de aplicación preferente al interno. Dicha condición puede predicarse, obviamente, del Derecho internacional stricto sensu que, según el artículo 96 CE, no podrá ser modificado por ninguna norma interna (precepto del cual la doctrina colige de manera pacífica la prioridad aplicativa de dicho Derecho sobre el interno), pero sobre todo del Derecho de la Unión Europea, probablemente uno de los exponentes más complejos de Derecho transnacional que se haya conocido. Y es que lo cierto es que, en virtud del artículo 93 CE, que fue redactado teniendo precisamente en mente una eventual adhesión de España a la entonces Comunidad Económica Europea, el sistema normativo del antes llamado Derecho comunitario se introduce en el ordenamiento jurídico español. Ahora bien, esa acogida del Derecho de la Unión Europea es extremadamente rica en consecuencias, y particularmente en lo que en este post nos interesa: en virtud del principio de primacía de este Derecho (constantemente proclamado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea desde la célebre sentencia Costa vs Enel de 1964), sus contenidos son de aplicación preferente a los de los sistemas normativos internos de los países miembros (los numerosos matices y peculiaridades que conoce esta doctrina de principio, particularmente en razón del principio de efecto directo, no alteran en lo sustancial sus consecuencias sobre la cuestión del poder constituyente).

¿Qué implica esto para el supuestamente omnímodo poder constituyente? No podemos expresarlo mejor que el propio autor del libro que comentamos: “el constituyente puede instaurar un sistema normativo propio en el que se regulen, en cualquier sentido, materias ya disciplinadas en normas de procedencia externa; puede, también establecer un régimen de aplicación preferente de las normas propias y decretar la inaplicabilidad de toda norma internacional. Ahora bien, decisiones de esa especie, perfectamente irreprochables en su validez, no tendrán otro alcance que el que resulte de su aceptación por el sistema externo. Sólo serán efectivas si los poderes constituidos, en cumplimiento del mandato que reciben del constituyente en orden a la estructuración del Ordenamiento con arreglo a aquellos criterios de articulación, logran que, por vía de las correspondientes denuncias –esto es, a través de los cauces jurídicos previstos por el sistema internacional–, se decrete la inaplicabilidad de los Tratados en los que se regulan las materias que el constituyente quiere que la Constitución discipline de manera directa y prevalente. De no lograrlo, las previsiones constitucionales, perfectamente válidas, serán, no obstante, supletoriamente aplicadas[1].

Es decir, el eventual mandato del poder de reforma consistente en establecer una regulación contradictoria con la contenida en un sistema externo (pongamos que contrario a un Tratado de la Unión o a un convenio de la Organización Internacional del Trabajo) no podrá surtir efectos jurídicos[2] sino tras haber procedido los poderes constituidos a conseguir la inaplicabilidad de esa disposición externa, inaplicabilidad que no podrá alcanzarse más que por las vías jurídicas instauradas por dicho sistema externo. Dicho aún más concretamente: si el poder constituyente constituido que hipotéticamente emerja estos próximos meses pretende, digamos a título de ejemplo, imponer algún tipo de limitación al sacrosanto dogma de la libre circulación de personas, mercancías, capitales y mercancías gravado en el mármol de los Tratados de la Unión, o prohibir el derecho de huelga que se entiende incluido en el Convenio 87 de la OIT, ello no comportará que dicho fiat constituyente sea de inmediata aplicación en términos jurídicos, sino que corresponderá a los poderes constituidos resolver la discordancia que, de este modo, se habrá establecido entre la Constitución y los Tratados de ese sistema normativo europeo (o el Derecho de la OIT) que, según sus propios principios (a los que la Constitución remite como preferentemente aplicables), prima sobre los sistemas internos.

No obstante, puede entenderse que caben dos modos de llevar a la práctica dicho mandato constituyente que, siguiendo con el primer ejemplo, consistiría en la imposición de controles y límites generales a la circulación de personas o capitales. Por un lado, y abstracción hecha de una hipotética e improbabilísima renegociación de los Tratados, mediante el referido recurso a las vías jurídicas de denuncia establecidas por el Derecho de la Unión Europea. Por otro, si se entendiese (al contrario de lo que hace el autor) que ese mandato constituyente es en efecto ilimitado y que por su propio poder posee la virtualidad de que sus preceptos sean instantáneamente aplicables por encima de cualquier otro sistema normativo concurrente, ese mandato podría llevarse a la práctica a través de un incumplimiento unilateral de las obligaciones que, por mandato de los artículos 45.1 y 63.1 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, recaen sobre el Estado español.

Ahora bien, en el caso de optar por esta segunda opción, España incurriría en una actuación antijurídica en la medida en que contravendría el Derecho de la Unión cuyo principio de primacía un constituyente anterior aceptó por vía de remisión[3]. Se aprecia aquí el importante alcance del aserto del autor según el cual “el verdadero poder constituyente del Ordenamiento en su conjunto es un agregado de diversos poderes constitutivos, tantos cuantos en el pasado hayan decidido la integración de sistemas sobre cuya aplicabilidad pro futuro no cabe decisión unilateral alguna desde una Constitución nacional posterior[4].

Es también aquí donde procede recordar que el autor se cuida mucho de precisar que su razonamiento opera únicamente en el plano del deber ser jurídico, y de que dicho marco puede, eventualmente, ser fácilmente desbordado por la fuerza material de los hechos que puedan producirse en el marco fáctico del ser. Expresado más claramente, la primera de las opciones ofrecidas en la disyuntiva, aquélla consistente en interpretar los nuevos límites constitucionales a la libre circulación de personas y capitales como condicionadas en su efectividad a que el conflicto normativo con preceptos en sentido contrario procedentes de sistemas externos se resuelvan con arreglo a los mecanismos de denuncia de esos sistemas, es la única lícita en Derecho, sin perjuicio de que no se pretenda prejuzgar la concreta actuación fáctica que, llegado el caso, adoptarían los poderes constituidos.

 

  1. Lo bueno, si real, dos veces bueno: del mito a la realidad.

Estas disquisiciones doctrinales que, sin perjuicio de que puedan resultar discutibles en algunos extremos, incitan a relativizar un poder constituyente pretendidamente omnipotente cuya efectividad real está, por el contrario, mediatizada por la incorporación al ordenamiento jurídico de sistemas normativos externos, no deberían conducir a minusvalorar en exceso la potencialidad de que se active el poder constituyente.

Antes al contrario, consideramos que la constatación de que la máxima voluntas populi, suprema lex[5] no sea verdaderamente cierta sino a término y tras discurrir por determinadas vías jurídicas no implica una afrenta al mismo, sino que puede resultar incluso una herramienta útil para manejar mejor los tiempos de un eventual proceso constituyente (que, reconozcámoslo a la vista de la actual correlación de fuerzas, muy improbablemente optaría por adoptar decisiones abiertamente contrarias a los Tratados de la Unión Europea o al derecho de huelga).

En definitiva, la transferencia de amplísimas parcelas de soberanía desde los Estados a la estructura supranacional que es la Unión Europea no ha llegado al punto de que existan ámbitos materiales vedados a los poderes constituyentes nacionales. Ahora bien, esa reflexión debe completarse con la asunción de que determinadas decisiones constituyentes, si contradicen disposiciones de los sistemas normativos externos como el de la Unión Europea que han sido previamente incorporados a los ordenamientos jurídicos nacionales, deben discurrir, si quieren ser jurídicamente procedentes, por los cauces establecidos por dichos sistemas para resolver esas contradicciones, cauces que, habida cuenta de la relevancia del principio de primacía en el caso de la Unión Europea, son muy escasos más allá del abandono de la misma.

Dicho sea en términos más gráficos, cualquiera que pretenda asaltar los cielos constitucionales por la derecha o por la izquierda deberá tener en cuenta que en ese Olimpo constitucional, además de al dios constituyente español, también deberá acomodar a otros dioses, y particularmente al del Derecho de la Unión Europea. Nada más y nada menos.

[1] Página 63, el subrayado es nuestro.

[2] Como veremos, el razonamiento del libro y las consecuencias que se extraen de él se circunscriben voluntariamente al ámbito estrictamente jurídico, y no a las realidades fácticas que puedan eventualmente desbordarlo.

[3] Página 119: “La desatención de los límites externos por parte de poder de reforma no se traduce en la antijuridicidad de la revisión, pues la obra del constituyente constituido –como la del originario– fundamenta en sí misma, e incondicionadamente, su validez. Esa inobservancia, por lo demás, sólo sería tal en el supuesto de que la nueva Constitución dispusiera, expresamente y con efectos inmediatos, la inaplicación o aplicación subsidiaria de las normas externas ya incorporadas al Ordenamiento; más precisamente, si prohibiera que los órganos constituidos interpretaran el nuevo régimen de aplicación de normas en otros términos que los jurídicamente obligados, esto es, como un régimen condicionado en su operatividad al éxito de la denuncia del Tratado en el marco del sistema externo. Fuera de ese supuesto –de verdadera infracción del orden jurídico internacional y, por tanto, sólo resoluble, a la postre, en términos de eficacia–, toda reforma de la Constitución que se cifre en la instauración de un nuevo modelo de aplicación de las normas externas ha de interpretarse antes como un mandato de actuación jurídica en el sistema normativo externo que como una desatención deliberada de las exigencias resultantes de la integración de normas internacionales. En consecuencia, la verdadera infracción del Derecho internacional vendrá dada, bien por la reforma que prohíba el proceder de los órganos constituidos con arreglo a las prescripciones de ese Derecho, bien por la negativa de esos órganos a ajustarse a ese procedimiento cuando la Constitución, implícitamente, le obliga a observarlo”. El subrayado es nuestro.

[4] Página 77.

[5] Aserto con el que se cierra la obra La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente de Pedro de Vega, varias veces citada en el libro de Requejo Pagés e igualmente recomendable.